martes, 7 de febrero de 2017

LA FUERZA DEL MONSTRUO




Los monstruos han acompañado a la humanidad desde el principio de los tiempos. A la vez que se creaba en nuestro subconsciente la necesidad de forjar un ideal deífico que acaparara todas nuestras mejores cualidades y deseos surgía también ese otro reverso que nos anclaba a nuestra condición humana, a un universo mágico poblado por deformaciones de nuestro mundo consciente en el que somos vulnerables a unas amenazas emanadas de nuestro propio interior, producto de nuestra desazón vital y nuestra imaginación.

Tras largos siglos en los que los poderes políticos y religiosos se aliaron del impulso generado por lo desconocido para atrapar el anhelo de libertad del ser humano, la llegada de la razón a través de los ilustrados del siglo XVIII comenzó a dinamitar todas esas supersticiones, y el hombre poco a poco comenzó a ser libre tras siglos de oscurantismo. La luz emanada por la ciencia hizo comprender al ser humano que todo lo bueno y lo malo que en el universo habita no es sino todo lo bueno y lo malo que hay dentro de cada hombre y cada mujer.

La mano de los románticos del XIX quiso que el alma liberada del hombre empezase a apreciar como aliados a todos aquellos monstruos que habían poblado sus noches de tormenta, floreciendo así una época repleta de seres deformados y crueles que basaban su comportamiento en su instinto primario de caza y supervivencia, y en la mayoría de los casos era el propio ser humano quien, creyéndose a salvo en las nuevas megalópolis, acababa siendo su desafortunada presa. Todos ellos surgieron como producto de los nuevos miedos instaurados por los límites de la tecnología, aunque lejos de espantar crearon una fiebre sin precedentes por su lectura y conocimiento, generándose un nuevo gusto por lo macabro y lo desconocido, por todo aquello que durante milenios había sido tachado de pecado y herejía. Las nuevas teorías científicas que exploraban el inconsciente lograron que explotara una revolucionaria forma de ver la realidad. Los sueños dejaban de tener carácter mágico, imponiéndose la idea de que son manifestaciones de nuestros deseos más profundos, siempre ligados a nuestras pulsiones sexuales. Así comenzó a forjarse una liberación física, rompiéndose las ataduras de la represión. Todos estos monstruos creados en el siglo XIX respondían a estas tentativas de plasmar la nueva sexualidad, desligada del mero acto de la procreación y enfocada a la participación del placer personal. Las nuevas formulas invitaban a la amoralidad, a despejarse de prejuicios obsoletos, contemplando el deseo como una manifestación inherente al ser humano.

Todo esto se estableció y potenció en el siglo pasado, donde el deseo por escapar de nuestras fronteras físicas nos llevó a imaginar otros mundos fuera de éste, a viajar por el espacio y enfrentarnos con lo desconocido. Nuevamente surgieron remotos miedos, viendo en la profunda oscuridad del cosmos aquel vacío que nos atenazaba en nuestros orígenes, y tuvimos que llenarlo con presencias amenazantes. Y qué mejor medio de plasmar todo esto que el cine. El género fantástico cinematográfico ha sido, desde sus orígenes con Méliès, una perfecta plataforma para los monstruos modernos. El carácter ignoto de lo no explorado siempre ha servido como excusa para crear mundos fantásticos a capricho del artista, quien ha ampliado sus límites más allá de los marcados por lo conocido. Y tratando de ciencia ficción tenemos que seguir hablando inevitablemente sobre Star Wars.


Ninguna otra película ha desplegado tal galería de monstruos y personajes difíciles de imaginar. Ninguna sensación como ver por primera vez la cantina de Mos Eisley, asistir a la heterogénea presencia allí concurrida e ir poco a poco adentrándonos en un universo vivo, repleto de criaturas imposibles que no atienden a ninguna norma genética conocida. La presencia del joven Luke Skywalker, con su aspecto virginal e infantil, choca ante la variopinta estampa de mercenarios y cazarrecompensas, y es en ese preciso momento, frente a los monstruos, en el que nos sentimos atrapados por su situación vital, lográndose una completa identificación con este personaje y su contexto de desamparo: un huérfano que ha perdido todo vínculo con sus tutores al ser asesinados éstos de forma brutal, y que está en ciernes de comenzar una aventura sin precedentes de la mano de una sabio guerrero jedi. La amenaza de ese entorno hostil nos hace empatizar al momento con él, haciéndonos partícipes de sus sueños y esperanzas, acomodándonos en su piel y haciendo nuestras esas primeras emocionantes vivencias.

Aunque no toda presencia monstruosa en Star Wars está ligada a lo maligno o lo amenazante, ya que hay guerreros jedi y aliados de la Fuerza Rebelde que así lo constatan (como pueden ser los ejemplos del maestro Yoda o Chewbacca), resulta pintoresca la galería de malvados que George Lucas ha logrado crear, estableciendo en nuestro subconsciente una lista de aspectos y presencias que han forjado su propia personalidad y espacio en la historia de la cinematografía (aunque un caso aparte sería el de los malos de la nueva trilogía, ya que sólo el tiempo y las futuras generaciones pondrán en su sitio).

Sin embargo, en cada nueva entrega que el director nos ha estado ofreciendo desde 1999 ha ido apareciendo un personaje o una serie de ellos con sus peculiaridades propias y su idiosincrasia particular, haciéndoles reconocibles en cuanto a su apariencia y su comportamiento. Así, en el Episodio I es evidente que la figura de Darth Maul focaliza la atención en cuanto a su aspecto: una cabeza coronada por pequeños cuernos, un rostro rojo cruzado por rayos negros y una mirada diabólica concentrada en unos ojos con destellos rojos y amarillos (que parecen reflejar un interior habitado por fuego y azufre) remiten iconográficamente a la idea que del mismísimo diablo nos han transmitido las religiones a lo largo de la historia. Su traje de profundo negro y el sable de luz de doble haz de color rojo completan su maléfica estampa, y su poderío físico se concreta en su capacidad para luchar contra dos jedi a la vez. Es el representante de las fuerzas desatadas de la Naturaleza, de la animalidad en estado puro frente a las sofisticadas religión, cultura y comportamiento de los monjes-guerreros, los agentes del bien [1].


Sin embargo, no hay que olvidar que este villano no es autónomo, no hace el mal de forma voluntaria, sino que es un tentáculo de una fuerza mayor, ya que es discípulo de un maestro sith que actúa en las sombras [2]. No es gratuito, por lo tanto, que el título de este episodio haga referencia a esa “amenaza fantasma” que es Darth Sidius, cuyas apariciones están siempre definidas por la proyección holográfica de su figura: no hay una presencia física, no hay una intervención directa de su persona en la conspiración, sino que sus huellas son borradas a través de la influencia que ejerce sobre otros, sobre aquellos que en muchos casos son engañados, presas como los demás de un complot para acaparar la mayor cantidad de poder que le permita gobernar la galaxia a su antojo y en solitario. Así, George Lucas establece una teoría política en la que nos enseña a dudar de que aquellos que nosotros creemos como culpables de los males del mundo no son más que esbirros y mercenarios de otros poderes mayores, ocultos en la sombra, verdaderos monstruos en sus propósitos, que confabulan en secreto con objetivos mayores de los que nos podamos llegar a imaginar.

Tras un paso por El ataque de los clones, en el que la única presencia monstruosa destacable era la de la cazarrecompensas Zam Wesell, cuya pertenencia a la raza de los mutantes clawdites le permitía poseer la apariencia de una hermosa mujer mientras que debajo de esta máscara su aspecto era la de un horrendo ser, el director incorpora en La venganza de los Sith a un nuevo monstruo destructor, el General Grievous, que se presenta como un rival prácticamente indestructible por su capacidad para enfrentarse con cualquier situación adversa. Sus similitudes con Vader, el siguiente esbirro de Darth Sidius/ Palpatine, se centran en que ambos son una mezcla entre humano y máquina y su más que parodiada tendencia al asma (en este nuevo personaje resulta un chiste más que un precedente). Sin embargo, el color blanco de su morfología, su aspecto encorvado y su capacidad para manejar los sables de luz incautados a sus víctimas, ceñidos con esas garras articuladas, no llega a tener el peso dramático ni el poder de sugestión que desprende la figura de Darth Vader, personaje que «diseccionaremos» hacia el final del análisis.


De la trilogía original nos quedan en la retina varias apariciones monstruosas. Quizás la más extraña, por no pertenecer a ninguna entidad viva, sea la de la Estrella de la Muerte. Su presencia en pantalla está rodeada de un halo de turbación, como en la secuencia del encuentro con el Halcón Milenario, en la que literalmente engulle la nave y a nuestros protagonistas con ella. Su lento desplazarse por la espesa oscuridad de la galaxia impregna cada fotograma de desasosiego difícil de explicar: su perfecto contorno circular, la pulcritud de su superficie, ese gran óculo que lo asemeja a un temible cíclope y del que se sirve para sembrar el terror y la destrucción… todo está condicionado a impregnarnos de la idea de que estamos ante una máquina imparable, de que no hay otra nave en el universo en condiciones para enfrentarse a ella [3].
 
El Emperador resulta ser la quintaesencia de lo que podríamos denominar “el monstruo interior”. Su paulatina mutación en una bestia cruel y despiadada se va configurando en los episodios I y II de una manera sutil y cadenciosa, pivotando su personalidad entre la apariencia amable y diplomática del político integrado en el Senado Galáctico, al que va manejando con la destreza de un jugador de ajedrez, moviendo las influencias sobre los distintos sistemas a su antojo, y la del confabulador oculto tras la capa de la traición, lo cual nos da una idea del trastorno bipolar que sufre este personaje, el cual da rienda suelta a su temperamento desquiciado en el Episodio III, donde su aspecto externo llegará a reflejar su deformación interior, apareciendo ante nosotros el monstruo que realmente es. Sus contadas apariciones en la trilogía original no hacen sino acrecentar el mito sobre su temible influencia en toda la galaxia, ya que parece dirigirla a distancia, simplemente con el control que otorga el terror que sobre su persona circula.


Pero sin duda la más monstruosa, inquietante y, a la vez, sugestiva presencia que ante nosotros aparece en la saga de Star Wars es la de Darth Vader. Antes de la creación de los nuevos episodios que han completado la trilogía original, este personaje aparecía ante el espectador como un ser cargado de una aureola de misterio. Su hieratismo, esa contención en la que no hay lugar para los sentimientos, esa amoralidad a la hora de ejercer el poder que le permite asfixiar con su control mental incluso a sus subordinados, desataba en nuestro interior un inevitable desasosiego al enfrentarnos con un ser en el que se concentra la maldad en estado puro. La estética que le rodea, plasmada en los uniformes de los servidores del Imperio, nos remite a aquella otra que acompañó a los nazis, interrelacionándose sus figuras a un nivel político y sentimental, sirviendo lo ocurrido durante el III Reich como modelo de advertencia: estamos ante una máquina que no contempla la vida humana, sino el objetivo final de la dominación absoluta.

Conocer la génesis del monstruo nos ha servido para concretar los aspectos formales y comportamentales de ese personaje que un día fue un niño de presencia inocente y candorosa llamado Anakin Skywalker, asistiendo a su bestial transformación, tanto física como psicológica. Los datos se nos dan con cuentagotas, pero están ahí, como por ejemplo cuando, nada más abandonar Tatooine y acurrucado en un rincón de la nave que le transporta, confiesa a Padmé que la galaxia es un lugar “frío y oscuro”. Pudiera ésta parecer una frase de poca relevancia, aunque con un minucioso análisis observamos que es ahí donde se encuentra el principio de la creación del monstruo.


Efectivamente, su planeta de origen es un lugar cálido, incluso extremadamente árido y agreste, pero es el lugar en el que moran sus recuerdos infantiles, aquellos que están ligados a su niñez al lado de su madre. La pesadumbre que este personaje va adquiriendo según avance el relato, poblado de pesadillas amenazantes hacia las dos mujeres de su vida (Shmi Skywalker y Padmé), tendrá su punto culminante en la paulatina pérdida de estos dos amores, de las que se acabará culpando por su pasividad, pasando por ello a la acción directa, llevando a la práctica sus monstruosas ideas sobre la paz y el orden. Cuando su mutación en Darth Vader tenga lugar su figura se investirá de una serie de atributos que definen lo que ha sido y lo que será en adelante: su capa le protegerá del intenso frío de la galaxia, el color negro de su indumentaria le confundirá con la oscuridad del vacío interestelar, el cuero de su traje remitirá a su tendencia al sadomasoquismo y la máscara le ocultará en el anonimato para no encontrarse con aquel inexperto jedi que fue capaz de dejar morir a su madre y a su esposa. El miedo que se forja en su interior es el primer paso de la correlación evolutiva advertida por el maestro Yoda: el miedo conduce a la ira, la ira conduce al odio, el odio lleva al sufrimiento… El perfil de su porte, de claras connotaciones fálicas, definen una personalidad edípica: un hombre preso del amor hacia su madre y que acabará matando a sus sucesivos padres putativos, Obi-Wan Kenobi y el Emperador.

El enfrentamiento con este último será su prueba final. Hacia el final de la saga su mentor en el Reverso Tenebroso volverá a poner a prueba a su más apreciado discípulo como antaño lo hizo cuando éste se llamaba Anakin Skywalker, pero en vez de enfrentarle contra sus tutores, los jedi, el nuevo experimento tratará de demostrar su incondicional fidelidad acabando con la vida de su propio hijo. Ya hemos comentado en alguna ocasión el peso y la fuerza de la transmisión de los genes. Un padre es capaz de dar su vida por salvar la de su hijo, ya que, de manera subconsciente, lo que predomina en una situación de peligro es la perpetuación de la información genética, que los rasgos inmutables que cada uno de nosotros porta se transmitan de generación en generación.


Seguramente sea debido a esto que Darth Vader no acabe cediendo al chantaje emocional del Emperador, entregándose él mismo en sacrificio en aras de que algo suyo, más allá del legado de dolor y destrucción que ha sembrado, perviva en el espacio y en el tiempo, redimiéndose con su gesto como ser humano más allá de la máquina que le mantiene vivo. Su noble acción le permitirá alcanzar la inmortalidad como el gran guerrero que fue al quemarse en la pira funeraria su máscara, esa presencia maligna que le mantenía encerrado. De una forma subconsciente, Luke redime a su padre realizando con él el mismo ritual de connotaciones vikingas con el que el resto de los jedi homenajearon a Qui-Gon Jinn, aquel que entregó su vida confiando en que aquel niño equilibrase de una vez por todas las fuerzas de la galaxia. Y no se equivocó ya que, aunque pueda parecer cogido por los pelos, Darth Vader concentra en su persona todas las características del superhéroe: lleva capa, tiene superpoderes (esa telequinesis que le permite mover objetos y estrangular a distancia) y acaba con «el malo de la película». Toda una demostración de que lo bello y lo siniestro siempre se acaban dando la mano, ya que no son más que distintas caras de la misma moneda.
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[1] Como se puede observar en la escena del duelo final, cuando Qui-Gon Jinn espera pacientemente a que se abra la puerta de energía, en actitud de reflexión, con una postura más propia de un budista, mientras que al otro lado Darth Maul le reta con la mirada, paseándose de un lado a otro, como si de un felino enjaulado se tratara.

[2] De hecho, la situación argumental de Darth Maul en el Ep. I es la misma que soportaba Darth Vader en el Ep. IV, ya que allí no era más que un sicario a las órdenes del malvado gobernador Moff Tarkin, a su vez segundo del Emperador.

[3] Sin embargo, será nuestro joven héroe quien acabe con este coloso a través de su pericia y su intuición, remitiéndonos su gesta a historias de la antigüedad como la de David contra Goliat o la Aquiles y su debilidad en un minúsculo punto de su talón, adquiriendo su hazaña un carácter netamente mitológico.

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