sábado, 18 de mayo de 2013

¿QUÉ HABÍA DEBAJO DEL BIGOTE DE ALFREDO MAYO?


En cierta ocasión alguien me enseñó un libro de texto de los que se utilizaban en la escuela durante el franquismo. Me picó la curiosidad de leer qué se decía allí sobre la Guerra Civil. Evidentemente todo eran gestas de los llamados “nacionales”, de los “salvadores” de la patria y la decencia, de aquellos que se vieron “obligados” a realizar una de las más “gloriosas” cruzadas que el cristianismo había visto sobre la faz de la Tierra. ¿Todas? No, pues se mencionaba una batalla ganada por los republicanos: la de Guadalajara. ¿Y qué tenía de especial esa batalla para que los “traidores” fueran mencionados con tanto honor? Pues ni más ni menos que en ella les ganaron a los italianos porque, eso sí, los rojos, aunque rojos, no dejaban por ello de ser españoles, no se vayan a creer, y les dieron bien para el pelo a esos extranjeros que, haciendo gala de su fama, salieron corriendo como alma que lleva el diablo al ver a esos aguerridos (aunque díscolos) descendientes de Don Pelayo y el Cid Campeador. Increíble, pero cierto. Así eran los chiquilicuatres mentales que gobernaron este país durante casi cuarenta años.

Lao-Tsé estableció las bases del taoísmo de la siguiente manera: “El ser está formado por ser y por no-ser. Cuanto mayor sea el no-ser, mayor será el ser”. Y lo explicaba con el siguiente ejemplo: una casa está formada por ser (paredes y techo) y por no ser (el aire que contiene). Por lo tanto, cuanto mayor sea el espacio que contiene (el no-ser), de mayores dimensiones tendrán que ser las paredes y el techo, por lo tanto, la propia casa. Referido a cosas no materiales, por aquí solemos decir de forma más prosaica “Dime de lo que alardeas y te diré de lo que careces”, lo que me lleva a pensar que si durante la posguerra fue tan prolífico en nuestro país cierto tipo de cine bélico basado en los héroes marciales y sus gestas guerracivilistas es porque o bien se les quedó la conciencia algo tocada con la cantidad de barbaridades que hicieron durante tres largos años (por no hablar de la crueldad desplegada inmediatamente después de la contienda)… o es que la cosa no fue para tanto. Es más, yo me atrevería a decir que esa anécdota sobre el ensalzamiento de los cojones patrios de los rojos contra los italianos enmascara la cobardía de no poder reconocer de otra manera tamaña (des)vergüenza, aunque otorgar tanto una como otra (la conciencia y la vergüenza) sería dar crédito de humanidad a unos individuos que hicieron retroceder a este país hasta el Medievo en todos los aspectos de la vida con las consiguientes bendiciones papales y occidentales en general (en generalísimo, habría que especificar).

Nunca me ha parecido justo equiparar el espíritu ideológico con el que ambos bandos pugnaron durante la Guerra Civil, que todo aquello fue un combate entre extremismos (como pretenden hacen creer aquellos a los que se les llena la boca con la palabra “democracia” mientras siguen sin condenar el franquismo en el Parlamento), pues mientras que los republicanos defendía la legalidad democrática vigente [1], los fascistas españoles impusieron sus despóticas doctrinas basadas en el autoritarismo desplegando una capacidad para la venganza y el revanchismo que puede que no haya tenido parangón en ningún momento ni lugar en toda la Historia. En fechas recientes hemos tenido la oportunidad de ver en Salamanca una exposición sobre los tebeos que consumían los niños en España durante la guerra, y en ella se muestra claramente cómo en el bando nacional había un adoctrinamiento infantil basado en el odio que en bando republicano no existía, cómo la manipulación y el maniqueísmo llegaron a unos extremos intolerables, haciendo imposible la posterior (y falsa) política de reconciliación nacional. Me parece inconcebible que después de ver una sesión doble con películas como Sin novedad en el Alcázar (L'assedio dell'Alcazar, Augusto Genina, Italia, 1940), Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942), Rojo y negro (Carlos Arévalo, 1942) [2], ¡A mí la legión! (Juan de Orduña, 1942) o El santuario no se rinde (Arturo Ruiz Castillo, 1949) los jóvenes de la época (los que se pudieran pagar el cine, claro) pensaran en lo dramático e inmoral que significa una guerra, o que dejándose el bigotito a lo Alfredo Mayo (ese paradigma del caballero español) iban a follar el doble (el doble de nada, es decir, nada de nada).


Y es que la iconografía patria se ha basado siempre en modelos distorsionados por el poder, y la mentalidad colectiva ha estado permanentemente secuestrada por unos intereses demagógicos que nos han hecho ver gigantes donde sólo había molinos de viento, estableciendo unos falsos parámetros basados en una masculinidad de cartón-piedra: aquellos viriles cruzados que no eran más que saqueadores y violadores, lo mismo que los caballeros medievales (que trataban igual a las mujeres que a sus monturas), o el más famoso representante del macho ibérico, Don Juan Tenorio, que a la postre resultó ser un deforme que se aprovechaba de la inocencia de sus víctimas. Es decir, que el imaginario masculino español se asentó (y sigue estando asentado) sobre los pilares de la cobardía más repugnante convertida por arte de birlibirloque en gallardía de la buena, donde el macho ibérico se presentaba sin problemas de posibles contradicciones henchido en su papel de héroe.

No hay duda de que una de las armas políticas que mejor les resultaron a los fascistas fue el miedo. Así, etimológicamente, no hay otra etiqueta posible para ellos que la de «terroristas», pues fue el terror la herramienta de la cual más se valieron para imprimir su ley, su fuerza y su sinrazón. Puede que, como algunos apuntan, todavía no se haya hecho una película en este país que retrate con fidelidad aquello que sucedió en nuestra Guerra Civil [3]. Sin embargo ha habido intentos realmente dignos, quizás para mí el mejor de todos el que en realizó José Luis Cuerda en 1999 con La lengua de las mariposas, donde la acción y la vida quedan en un impasse cuando llega la contienda, pues es entonces cuando terminamos de conocer aquello que nos faltaba, la génesis de todo lo que se nos vino encima, y cuando los protagonistas (el pueblo, que es el que siempre queda en medio de las trincheras) sale a la calle a recibir con vítores a los vencedores como un acto de supervivencia, pues es pura supervivencia el gesto rabioso de la madre insultando a aquel que hasta la fecha era su vecino, su panadero, el maestro de su hijo… Son las ganas de ganarle el pulso a la muerte, al dolor y al sufrimiento, de salvar a la familia, a los suyos. Y es curioso que siendo los adalides de la unión familiar, los facciosos no tuvieran ningún reparo en romper de esa manera los íntimos lazos que unen a los padres y las madres con sus hijos y sus hijas o a los hermanos entre sí. Cómo instauraron el miedo y la delación como armas simples, fáciles y baratas en su ejecución, y cómo los testimonios de la brutalidad con la que habían sido tratados por esas bestias (su bestialidad era consciente, pues así se aprendía mejor la lección) calaba profundamente en el resto para su docilidad.


Así es como termina el padre del niño protagonista en esta película, aterido por esa cobardía del que desea por encima de todas las cosas que nada importune a aquellos a los que más quiere, viendo cómo desfilan victoriosos esos “valientes” que con sus armas imponen esa “paz” y ese “orden”, que no fueron tales pero sí duraderos. Y yo me pregunto qué hubiera hecho en sus mismas circunstancias, pues es para mí muy fácil sacar pecho y tirarme al monte de los valientes. Los que van de héroes por la vida siempre me han dado un cierto repelús. Siempre les he mirado con cierto recelo, pues los valientes de verdad siempre quedan tirados en el campo de batalla, y los que vuelven a casa son los que han tenido la suficiente prudencia de utilizar la cobardía para salvar su vida. Siempre nos queda el consuelo de pensar que la Historia pone a cada uno en su sitio.


(artículo aparecido en el nº. 170 de Versión Original —abril de 2009— dedicado a "La cobardía")


[1] Más concretamente el respeto a los resultados electorales de febrero del 36 que dieron la victoria al Frente Popular, pues no está de más recordar que los futuros golpistas vivieron cómodamente en esa República bajo mandato de la CEDA (Confederación Española de Derechas Autónomas) durante el trienio 1933-1936, a pesar del alto índice de corrupción de sus miembros, cuyo escándalo más sonado (y el que a la postre precipitaría la caída del gobierno conservador) fue aquel en el que varios ministros del partido de Lerroux se vieron involucrados en un negocio ilegal con dos extranjeros, Strauss y Perl (de donde se derivó posteriormente el término de «estraperlo»).

[2] Curioso el caso de esta producción, pues a pesar de que su argumento estaba claramente decantado hacia las premisas del bando nacional (un Madrid tomado por unos embrutecidos marxistas), tuvo el dudoso honor de ser la primera película censurada por el Régimen. Y es que el espíritu falangista (netamente joseantoniano, “revolucionario y progresista”, en palabras de José Luis Castro de Paz –“Conflictos y continuidades. Los turbios años cuarenta (1939-1950)”, en Carmen Arozena [et al.]: La nueva memoria, historias(s) del cine español (1939-2000). Vía Láctea, Oleiros (La Coruña), 2005, p. 22-) que desarrolla su protagonista femenina (Luisa -Conchita Montenegro-) al tratar de salvar la vida de sus camaradas, y la redención final de su novio republicano (Miguel –el nunca suficientemente homenajeado Ismael Merlo-) no debieron contar con el beneplácito de unas autoridades que desde la misma instauración de la “paz” trataron de domesticar a una Falange que les amenazaba desde su presencia y su poder de convocatoria.

[3] Entre ellos el genial guionista Carlos Blanco, quien en el libro que le dedicó la SEMINCI (Juan Cobos: Conversaciones con Carlos Blanco. Un guionista para la Historia, 46 Semana Internacional de Cine, Valladolid, 2001) opinaba así: “Podría hablar durante toda una vida, no de los hechos bélicos, sino de sensaciones y pensamientos que te atenazan durante el combate. Y de las lágrimas que a veces fluyen sin que las llames. Es cuando, en el momento más inoportuno, recuerdas un vaso de leche caliente, cómo tu madre te envolvía la boca con una bufanda al salir del cine: “Respira por la nariz, Carlos”. O la sonrisa de una chica que viste ayer. No, la guerra civil no fue esa especie de juerga que he visto a veces en el cine, ni «milicianos» y «milicianas», puño en alto, en camiones hacia Navacerrada. Eso acabó en noviembre del 36” (p. 26).

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